Leyendas Urbanas: hoy, leyendas de urbanitas

El mundo de la ciudad y el rural no siempre son complementarios. El urbanita no suele saber comportarse como debería en el campo, y su comportamiento suele acarrear más de un disgusto y un susto.

Cuentan, que un grupo de compañeros de la ciudad, con importantes trabajos, y buenos sueldos, se juntaron un buen día para ir a cazar a una zona cercana, en la que les decían podrían encontrar buenas piezas.

Al llegar, se interesaron en la gasolinera local por un buen emplazamiento, y el gasolinero les remitió a un vecino, propietario de una vasta finca en la que, suponía, podrían pasar la mañana escopeta en ristre.

El empleado los miró con desconfianza al irse, ya que las pintas que traían eran de domingueros jugando a ser cazadores. En ese pueblo solían venir gente así, y normalmente se llevaban un buen recuerdo del Seprona, por disparar a lo que no debían.

El caso es que los amigos se alejaron con el 4x4 por el camino, hasta llegar a la finca indicada. El que conducía, se bajó del coche y preguntó por el propietario.

Este, le dio permiso para vagar por la finca, cazando, si a cambio le hacían un favor: tenía un toro viejo y enfermo, y, si no era mucha molestia, podrían los cazadores abatirlo a tiros, para ahorrarse él hacer el sacrificio.

El conductor sonrió y le dijo que, sin problemas, se encargarían del animal.

Le indicó donde iba a encontrarlo y, claro, siendo como era, no había posibilidad de error.

Volviendo al coche, y pensando que los otros no habían sido testigos de la conversación, ni habían visto nada, porque se habían metido en un cobertizo a hablar, decidió gastarles una broma a sus compañeros.

Así, pues, al volver, les dijo a los demás que el hombre le había gritado, y hasta insultado, y que les había ordenado marcharse de su propiedad.

“Pero tranquilos, que ahora verá ese cabrón con quien se la está jugando”, les aseguró.

Y llegando a un recodo del camino, les dijo que cogieran las armas, que cazaban igual, que total, no se iba a enterar.

Saltaron la valla y se dirigió, todo decidido hacia el animal que se había comprometido a sacrificar.

Disparó varias veces, y animó a sus amigos a hacer lo mismo.

“Que se joda, el cabrito ese”, les dijo. “Pues, ¿no decía que nos fuéramos? Pues ya está, se ha quedado sin toro”.

Los amigos primero le observaron con cierto desasosiego, y él, contento de que la broma hubiera funcionado, les animó a perderse por la finca, para cazar.

Se separaron y cada uno ocupó un lugar desde donde poder abatir a sus presas.

Al cabo de un rato, oyó, a lo lejos, varias detonaciones, que certificaban que sus amigos habían tenido una buena mañana, al contrario que él.

Cuando se reunieron, al cabo de unas horas. Venían riéndose.

Al parecer se habían encontrado con varias reses más del dueño de la finca e, imitándole, las habían frito a tiros.

El bromista no tuvo más opción que confesar su broma, y fueron a confesar el “vaquicidio” al dueño.

Este no fue muy duro, y les cobró una fuerte cantidad de dinero por cada res muerta, a cambio de no denunciarles a la Guardia Civil.

Los amigos se fueron cabizbajos, cabreados con el bromista, y con pocas ganas de volver a salir a cazar.

Esta historia se ha venido repitiendo a lo largo de los años, en diversos países, y España no ha sido la excepción.

No obstante, ha sido Estados Unidos donde más se ha extendido, ya que algunos personajes se han autoincluído en esta historia, como parte de los protagonistas (curiosamente, no como el bromista, sino como uno de los engañados) para darse cierto protagonismo.

Lo cierto es que ya aparece en un libro de 1945, de Thomas Morton, y se ha convertido en un clásico, tanto a nivel de anécdota, como parte del repertorio de algunos humoristas americanos.

En España no está claro cuando apareció por primera vez, pero siendo un país de cazadores y ganaderos, era cuestión de tiempo que apareciera la correspondiente versión castiza.

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