El Ministerio del Tiempo, una acerta apuesta por televisión de calidad


Quien me conoce sabe que no soy precisamente defensor de la mayoría de las series de televisión hechas en España. Me da la sensación de que las buenas ideas que se presentan a las cadenas, muchas de ellas muy acertadas, pasan por el tamiz de una serie de ejecutivos que tienen poca idea de ficción y mucha de números. En general, me parece que duran demasiado, que las cadenas maltratan su emisión y que proponen tramas absurdas que se cargan todo lo bueno que tiene la idea original.

Pero, de vez en cuando, encuentro alguna que me emociona. Hace unos años fue Crematorio, pero también me sorprendió gratamente Punta Escarlata, Una de género negro y otra policiaca. He seguido también Los Misterios de Laura, una serie a todas luces más ligera que estas dos, pero que tiene ese toque de crimen de salón que tanto me gusta.

He caído nuevamente con Víctor Ros y ahora, me siento atrapado por El Ministerio del Tiempo.

¿Qué tienen en común todas estas series? Pues que evitan caer en el vicio de estar escritas para un público que va de los tres a los noventa y nueve años. Son series que no tratan de estúpido al espectador y que se ciñen a una trama central y le sacan jugo. Son series pensadas para el espectador y no para la cadena y por eso tienen algo que no tienen las otras.

Cuando se acercaba el estreno de El Ministerio del Tiempo, era bastante escéptico con el resultado de la serie. Se vendía como "una versión española de Doctor Who", lo que ya me tiraba bastante para atrás. Por suerte, no tenía nada que ver con esta serie británica y mostraba cosas completamente diferentes. 

La serie viene firmada por los hermanos Javier y Pablo Olivares, responsables de Víctor Ros y también de Isabel, una serie que no he visto y la que, por cierto, no me atrae nada. Pero conociendo la trayectoria anterior de estos creadores, decidí darle la oportunidad que merecía. ¿Una serie de ciencia ficcion en Televisión Española? ¡Habría que verla!

La serie comenzó bastante bien, presentando a unos personajes que pronto demostraron que tenían el carisma necesario para liderar esta producción. El concepto quedaba explicado en unas pocas líneas y no hacía falta más. Ya habrá tiempo (esperamos) en sucesivos episodios explicar de qué va el tema.

Una cosa es cierta. No es una serie redonda. No tiene grandes presupuestos que le permita hacer virguerías con los efectos. Algunos diálogos pueden resultar artificiales... Pero el conjunto supera todos los baches que se van encontrando por el camino y permite a los creadores ir dando puntadas a los flecos sueltos de los primeros episodios.

Aceptamos como ciertas las cosas que se nos cuentan, aunque somos conscientes también de que la propia premisa de la serie puede ser falsa, que los personajes, al fin y al cabo, saben tanto como nosotros y pueden estar tan engañados como lo estamos nosotros.

Siguiendo esta lógica, solo podemos esperar que nos lleven por esas aguas y acabemos comprendiendo un argumento tan complejo como es el de los viajes en el tiempo y sus repercusiones en el presente de la serie.

En cuanto a los actores, nunca me ha gustado Aura Garrido. Hasta ahora. Posiblemente es que se ha hecho mayor y ha aprendido mucho de su oficio. Está genial. De Rodolfo Sancho poco hay que decir, un actor ya forjado y con muchas tablas. Lo mismo se puede decir de Nacho Fresneda, posiblemente el que tiene el personaje más intenso e interesante. Mucho mejor actuación que en Víctor Ros, en la que tenía cierto peso.

Quedan pendientes, tras tres estupendos episodios (y, hay que decirlo, cada uno mejor que el anterior), los misterios de la identidad de Ernesto, el personaje magníficamente interpretado por Juan Gea y sobre todo, el de Natalia Millán, que ya parece dejar un atisbo de quién es y de dónde sale.

Los misterios continuarán cinco semanas más, capeando el temporal ilógico de las audiencias (algo que una televisión pública sin publicidad no debería tener en cuenta) y ofreciendo horas de entretenimiento. Seguiremos atentos a lo que nos cuenten, porque parece ser que, por fin, vale la pena ver y escuchar. 

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