LOS POLIS DEL LABO

La tele, como todo, se va moviendo en ciclos marcados por la dichosa moda esta, la que dicta lo que gusta a la gente y que hace que los programadores busquen sin descanso programas que se ajusten a la pretendida demanda de los espectadores.

Por eso nos vamos encontrando cada año una propuesta nueva, un tema que resulta novedoso al principio, y que se multiplica sin compasión a lo largo de las diferentes parrillas televisivas, para que los espectadores nos volvamos majaras intentando ver dos, tres o cinco series similares en planteamiento, desarrollo y finalidad al mismo tiempo.

Gracias, señores programadores.

El caso es que cuando les da por series de médicos, difícil es escapar de estetoscopios, paracetamoles y milidosis de diazepán. Urgencias dio el pistoletazo de salida y tuvimos Doctoras de Philadelphia, Hospitales Centrales y más que nunca (afortunadamente) vimos reproducidas en idioma cervantino. Y me viene a la memoria, por ejemplo, aquella del sexólogo con Ozores de protagonista (y su hermano de director, por cierto) Escalofríos, ya te digo…

Y hoy, grácias a Grissom y a sus chicos, tocan series de pseudopolicias.

Vale, he dicho pseudopolicías, y quizás debería haberme referido a ellos como investigadores policiales. Porque si hay unos tipos que se alejan de la imagen de polis duros y machacones que poblaban la tele en los 70 y los 80. Antes, los policías de la tele eran tipos con los que se tenía que tener cuidado. Si no eran unas lumbreras investigando, te hacían la cara nueva en un momento, o te llenaban el cuerpo serrano de agujeros. Kojack, Starsky y Hutch, Colombo o T.J. resolvían los casos mezclando la deducción con los metodos expeditivos, mientras que hoy los asuntos se revuelven a base de investigación científica. Se acabaron los disparos, si no es para determinar de qué revolver de los millones que circulan en los USA salió la bala asesina de la semana.

Todo comenzó aquel día. La por entonces cadena amiga puso en programación una nueva serie que decían que estaba arrasando en el país de las barras y las estrellas. Se trataba de un nuevo tipo de serie policiaca, basada esta vez en la aquí conocida Policía Científica, pero que allí se llama CSI, que viene a ser el acrónimo de CRIME SCENE INVESTIGATION. O sea, Policía Científica, pero ahorrando letras.

En ellas, los chicos del CSI de una ciudad tan pacífica como Las Vegas, se metían en laboratorios para esclarecer los casos que se les presentaban, normalmente de asesinato, sin olvidar antes de procesar toda la escena del crimen. Vamos, que lo de tomar huellas pasó a la historia más rápido de lo que se aplica aquí en España. Es decir, a la basura directamente. Lupas, líquidos raros, luces de discoteca, polvos extraños, pinzas de depilar y palillos para las orejas, pero largos, sirven para recoger hasta los átomos que se le caen al sospechoso al disparar, golpear o estornudar a su víctima.

Después, unas máquinas que reconocen al criminal sólo con que se haya sonado los mocos sobre un pañuelo de papel que se encontró en la papelera donde se tiran los pañales de los bebés (y que está llena, por supuesto), descubren quien ha sido, donde ha sido y sobre todo, por qué ha sido. A menudo me pregunto qué tipo de programas de audio e imagen utilizan, porque con mi Fotochop 5 vengo a tirarme como tres horas para hacer lo que ellos trajinan en un par de segundos… Vaya lujo si los pillaran los diseñadores de por aquí.

El caso es que de Las Vegas se fueron un día a Miami, y así descubrimos que en la capital de la Florida, además de recuentos extraños de votos y famosotes de medio pelo provenientes de España, también hay un departamento de CSI. Otro equipo, otros métodos, pero la misma manía de pasarlo todo por la lupa. Y otro día los de Miami se fueron a Nueva York y nos presentaron al Teniente Dan en su nueva faceta de agente de la ley, al mando de su propio equipo de CSI. Y sí, los crímenes de esta última ciudad son más bestias, más grandes y más surrealistas.

De todas, quizás Las Vegas sea la preferida del gran público, porque fue la primera, y eso pesa. Pero a lo que nadie puede resistirse es a la famosa frase lapidaria que Horatio Caine, ese pelirrojo de Miami, suelta en cada capítulo mientras se ajusta sus gafas de sol. Un nuevo mito televisivo para la posteridad.

Un saludín

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