ABRAZOS (GRATIS) ALREDEDOR DEL MUNDO

Paseaba este puente de la Inmaculada Constitución por Madrid, en plena Puerta del Sol, sorteando como podía a los miles de paseantes que habían salido a comprar los regalos de Navidad, o que habían venido de puebluchos perdidos a ver como era la Navidad en la capital del Reino, cuando me pareció ver como alguien levantaba un cartelillo al aire, con la esperanza que se viera entre la marea.

Efectivamente, en plena calle Preciados, un tipo, de no más de 24 años, llevaba un cartel en el, aguzando la vista, se podía leer Hugs for free. Vamos, en castellano antiguo, Abrazos gratis.

No me lo podía creer.

Ahí, delante de mí, se estaba llevando a cabo un paso más de una de las campañas de esas que oyes hablar por todas partes, pero que, viviendo en un pueblucho perdido, no había tenido ocasión de ver nunca.

Junto al joven, cinco o seis personas más, de ambos sexos, ofrecían a los que les interesaban la posibilidad de recibir un fuerte, cariñoso y entrañable abrazo de colega.

Ni que decir tiene que me acerqué, y aunque no pedí ni recibí abrazo alguno, sí fui testigo de la reacción de la gente ante tamaña situación. Sorpresa en unos, sonrisas de complicidad en otros, y hasta algún mohín de alguna persona que no entendía de qué narices iba el tema y se imaginaba alguna perversión en el asunto.

Pero no, que va…

La cosa parte de un tipo, Juan Mann, australiano de nacimiento que, un buen día, se lanzó a la calle a repartir abrazos a todos los que quisieran recibirlo. ¿La excusa?

Según cuenta la leyenda, Juan llegó de Londres un día y se sintió sólo. Fue a una fiesta, para pasar el rato, y una desconocida se le acercó y le dio un abrazo. Así, sin más y sin pretender nada más. Dice que se sintió tan bien al recibirlo, que se le ocurrió que todo el mundo debería ser abrazado sin más. Para animarles, para darles un puntito de fuerza, de ánimo. ¡Ya está bien de sentirse solos y sin apoyo, leñe!

Cogió un cartel, anotó lo de Free Hugs y se lanzó a las calles de Sydney. La sorpresa es que la gente tras quince minutos de indecisión e incomprensión, comenzó a acercarse, a reclamarle ese abrazo. A partir de ese día, todos los jueves dedicaba unas horas a repartir abrazos a diestro y siniestro. Y un día aparecieron dos jóvenes más. Y otro, ya eran más. Y en unos meses, los periódicos australianos ya escampaban la noticia de que en varias ciudades del continente habían personas con esta afición. Y mira, funcionaba.

Con la cosa esta de Internet, el video de la jornada inicial comenzó a circular y a ser popular.

Y como está mandado, la difusión de las imágenes ha provocado que surjan imitadores en todas las partes del mundo (al menos, las que tienen acceso a esto de la red).

La cosa hace que nos preguntemos varias cosas, así, en voz alta y poniendo la cabeza semi inclinada y los ojos entrecerrados.

La primera sería que andamos muy necesitados de cariño, que estamos atrapados en una sociedad que nos da más caña de la que podemos aguantar y que necesitamos una muestra de apoyo, de comprensión y de un achuchón fraternal, incluso si es de un completo extraño (o completa extraña).

La otra es que Internet es el vehículo ideal para dar cancha a toda serie de tonterías ideadas por desfaenados, tarados, inventivos majaras y creativos con ganas de reirse de los demás.

Pero vistos los resultados, casi resulta más agradable que alguien te de un abrazo porque sí, por que ha visto en Internet que mucha gente lo hace, que te un guantazo porque un par de descerebrados han grabado un video con el móvil caneando a un pobre infelíz.

¿Alguna vez llegarán estas modas a nuestro pueblecillo perdido?

Lo dudo…

Un saludín

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