No soy de bodas. Ni de cenas de empresa. No suelo acudir a ellas, y sólo lo hago en dos ocasiones: cuando se casa un buen amigo, o amiga, o me obliga mi mujer. El segundo caso suele ser familiares y uno va esperando que terminen. Al final, suelo pasarlo bien, así que mi negativa suele ser más comodidad que otra cosa.
Este sábado tenía una boda. Era una buena amiga. Quería ir.
Para fastidiar, el hado tocanarices se puso en mi contra, y no hubo manera posible de cambiar el turno en la fábrica. Si hubiera ido de tarde, es fácil. Si fuera de mañana, habría cambiado el domingo. Sin problemas.
Pero iba de noche, así que era casi imposible.
Como quería ir, lo conseguí.
Cambié a última hora el turno, hice venir de noche al que iba de tarde y yo fuí de tarde. Arreglado.
Llegué a tiempo a la cena, que no a la ceremonia, pero tampoco me puse a llorar por ello, ¿verdad?
La cosa estuvo al llegar al restaurante.
Cuando uno llega al sitio del banquete, siempre pega una rápida vista hacia el rincón más escondido del salón. Allí suele situarse, medio tapado, pero accesible, el dichoso organillo que dará la lata después de la cena y que masacra sin piedad cualquier tema que salga de sus altavoces.
Así que imaginate mi sorpresa cuando vi, junto a la puerta, un enorme escenario, con su batería, un peaso teclado electrónico, instrumentos de viento, varias guitarras y bajos y ocho micrófonos.
Ojiplático, giré mi cabeza hacia las mesas, ya ocupadas por los hambrientos invitados, y, en la más cercana al escenario, vi a Raúl.
Mi duda, despejada, por arte de mágia.
Iba a tocar la Centauro.
En una boda.
En un recinto una décima parte de lo que ellos necesitan para moverse bien.
La orquesta que me ha acompañado, a mí y a la mayoría de los que estábamos allí durante los últimos veintitantos años...
La cena fue a su ritmo. Los "Que se besen" salían principalmente de nuestra mesa, y finalmente, los novios dieron su regalito, y los chicos de la Grupestra Centauro tomaron sus instrumentos y comenzó el baile...
El baile, y un fenómeno curioso.
Ya no era el 12 de marzo de 2005. Estábamos en algún momento indeterminado de la Pascua de cualquier año de los 80...
Sonaban los pasodobles, los boleros, los valses... El repertorio típico de una orquesta. Los "Pinchos", hijos de los Panchos, se liaron con los boleros, una especie de transformista pasó de ser Demis Roussos para terminar proclamando que todo aquello era un "Escándalo".
Y los padres se fueron a merendar, nosotros volvimos a la barra a cargar con las bebidas, y la Centauro volvió a subir al escenario.
Y entonces, la música de La Guardia, de la Frontera, de Refrescos, de Rebeldes, nos hacía saltar, gritar y corear todos los temas.
Los años no pasan en balde, y a las de siempre, esta vez acompañaron los "Estopa", los últimos éxitos de "Revolver" y algo más. Siempre en clave de Rock, de fiesta...
Una amiga me paró un momento, y me comentó, intentando que me parase: "¡Estos son la caña! ¿De dónde los han sacado?"
Y me paré en seco.
¡¡¿No conocía la Centauro?!!
Caí en la cuenta de que va comenzando la veintena, que no ha vivido la Piscina, la mítica década, los largos paseos hasta la orquesta, y las difíciles vueltas, tambaleantes, hasta la seguridad del pueblo...
Bien, me voy haciendo viejo, pero que narices...
La mayoría de los que estábamos haciendo el cabra frente a la orquesta, habiamos estado allí, lo habíamos vivido. Con ellos, además.
Y esa noche, tan extraña, tan mágica, habiamos vuelto a vivirlo.
Un saludín
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